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¿Es posible la vida eterna?

No morir nunca. Una de las definiciones más aceptadas de vida es la que desarrolló el biólogo chileno Humberto Maturana: autopoiesis. Un organismo vivo es aquel que está constantemente intercambiando energía y materia con el medio para conservar su estructura interna. Todo ser vivo pretende seguir siendo esa estructura, esa forma que lo identifica como organismo.

Perseverar en ser uno mismo, eso es estar vivo. Varios siglos antes, el filósofo holandés, Baruch Spinoza, nos adelantaba la idea con su teoría del conatus. Todos los seres vivos estamos definidos por un conatus, por una voluntad de vivir, de seguir siendo a toda costa. Téngase en cuenta que no se pretende ser otro, no hay intenciones de ser otra cosa diferente (Miguel de Unamuno insistió mucho en ello): la vida es ultraconservadora. Yo quiero seguir siendo eternamente yo ¿Podríamos conseguirlo?

Desgraciadamente, el ser humano pronto comprendió que moría, que su vida era corta y efímera. Tengamos aparte en cuenta, que la esperanza de vida hasta hace muy poco rondaba los 30 años, con una mortalidad infantil que se aproximaba al 50%. Vivir acompañados por la muerte era lo normal.

A las madres se les moría la mitad de su numerosa prole (si no morían ellas mismas en alguno de sus partos) y cualquier herida infectada, o las numerosas epidemias que asolaban periódicamente a las poblaciones, eran garantías de una muerte casi segura. Por eso todas las religiones que han existido se sustentan sobre este hecho.

El peso de las principales religiones del mundo, a golpe de vista

Con un instinto de supervivencia tan marcado, cuando nuestro córtex cerebral fue capaz de imaginar y razonar, pronto empezó a no aceptar tan fatal destino. Se inventa el otro mundo, un lugar en donde nuestra vida continúa eternamente.

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Esta invención alcanzará su paroxismo en la civilización egipcia, una cultura fundamentada en la preparación para la vida de ultratumba. Sus grandes obras arquitectónicas son egregias tumbas, donde todo está concienzudamente diseñado para garantizar el paso al reino de Osiris.Cuando nuestro córtex cerebral fue capaz de imaginar y razonar, pronto empezó a no aceptar tan fatal destino. Se inventa el otro mundo, un lugar en donde nuestra vida continúa eternamente.

El Cristianismo siguió en la línea. Para Agustín de Hipona, la vida terrenal es solo un valle de lágrimas cuya única importancia es ser un breve tránsito para la vida celestial. Y tenía mucha razón. Si pensamos que vamos a vivir para siempre, el lapso de unas pocas décadas que pasamos en este ingrato mundo no es nada, es infinitamente menos que una gota en el inmenso océano de la eternidad. Por eso se vivía mirando al cielo y despreciando la tierra.

La “memoria de papel”

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Los griegos preclásicos descubrieron otra forma de inmortalidad, algo más segura: la búsqueda de la gloria. El pélida Aquiles sabe que morirá joven, pero aun así va a luchar a Troya para que los rapsodas canten sus hazañas.

Elige una vida corta pero gloriosa en vez de una larga pero mediocre. Y lo consiguió. Los profesores de clásicas siguen leyendo sus hazañas en los textos de Homero veintiocho siglos después de que, supuestamente, ocurrieran.

Aquiles alargó su vida casi tres milenios. Pero esta “memoria de papel”, que diría Unamuno, tampoco parece suficiente. En primer lugar porque de ti solo queda el recuerdo.

Aunque te recuerden miles de años, tú no sigues vivo, sino tan solo una sombra idealizada de lo que fuiste. Y, en segundo, porque tu eternidad no estará totalmente garantizada.

Tu recuerdo estará sujeto al capricho de los recordadores oficiales. Si una generación de historiadores decide que no merece la pena hablar de ti o se pierden los textos en los que apareces, hasta tu recuerdo habrá fallecido

La inteligencia artificial está agitando un mundo que no esperábamos: la religión

Entonces llegó la ciencia y tomó cartas en el asunto: queremos vivir más tiempo pero de verdad, siendo siempre lo que hemos sido hasta ahora. Mediante mejoras en la higiene, la alimentación y la medicina se consiguió alargar la esperanza de vida en Occidente hasta superar los 80 años. Esto no quiere decir que vivamos más años que un hombre del medioevo, sino que tenemos muchas menos probabilidades de morir antes de tiempo.

Vale, ahora quizá ya vivimos el promedio de años que nuestra especie da de sí en condiciones óptimas pero seguimos insatisfechos, ¡queremos la vida eterna! ¿No sería posible alargar aún más nuestra vida, alargarla más allá de lo que la naturaleza nos concede? En teoría no hay nada que lo impida y hay varias líneas de estudio sumamente interesantes. Veámoslas.

Secuenciando genes asesinos

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¿Alguien ha visto alguna vez un pez con arrugas? Hay muchos seres vivos que no envejecen. Nacen, crecen, llegan a su estadio adulto y permanecen en él sin sufrir los achaques de la senectud hasta que mueren por una u otra causa ¿Por qué, entonces, los seres humanos pasamos por una larga y lamentable vejez?

Entre los alrededor de 20.000 (algunas estimaciones hablan de 30.000) genes de nuestra especie, existen los llamados genes letales (aquellos que matan a su hospedador) y los semiletales (aquellos que no lo matan pero perjudican su salud).

Parece absurdo que la selección natural, tan pendiente de las adaptaciones ventajosas, mantuviera genes nocivos. Una especie que auto-suicida a sus ejemplares, poco durará en la lucha por la vida ¿qué sentido tienen estos genes?

El Premio Nobel británico Peter Medawar afirmaba que sirven para que cuando un individuo ya se ha reproducido y, por tanto, ha asegurado la pervivencia de sus genes, sea eliminado. Un “viejo” que ya ha conseguido pasar sus genes a la siguiente generación solo puede perjudicar a sus descendientes ya que supone una competencia por unos recursos siempre escasos.

Morimos para no perjudicar a los que nos preceden

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¿Cómo contrarrestar esto? Dos opciones: la primera es retrasar el momento de la reproducción. Si los genes letales se activan siempre después de procrear, si procreas más tarde, más tardarán en activarse.

Y la segunda consiste en engañarlos. Los genes se ponen en funcionamiento debido a señales químicas que nuestro organismo les manda. Si supiéramos cuáles son podríamos neutralizarlos para que no se enciendan. Estaríamos engañando a nuestro cuerpo, haciéndole creer que es más joven de lo que realmente es.

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