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EL ALMA

A lo largo del tránsito histórico del Hombre, si algo hay de cierto es el acoso de algunas preguntas de orden existencial que ni los más luminosos avances de la ciencia pudieron contestar en forma contundente.

Los interrogantes acerca de los orígenes humanos, así como los de la ruta posterior a la muerte física, han desvelado —y siguen haciéndolo— a científicos, religiosos, filósofos e individuos comunes y corrientes, casi desde el mismo momento en que el Hombre comenzó a tener conciencia de su existencia.

Pero no solo eso: la misma conformación humana, más allá de órganos, piel y huesos, constituye un enigma poblado de respuestas en permanente revisión.

¿Existe efectivamente el alma humana? Y si es así, ¿qué es?

Ya en 1764, en el prólogo de su Diccionario filosófico, Voltaire se formulaba esta pregunta y escribía al respecto:

Fundándonos en los conocimientos adquiridos, nos hemos atrevido a cuestionar si el alma se creó antes que nosotros, si llega de la nada a introducirse en nuestro cuerpo, a qué edad viene a colocarse entre una vejiga y los intestinos, si allí reside o aporta algunas ideas, y qué ideas son estas; si después de animarnos algunos momentos, su esencia, luego que el cuerpo muere, vive en la eternidad; si siendo espíritu, lo mismo que Dios, es diferente a este o es semejante. Estas cuestiones que parecen sublimes, como dijimos, son las cuestiones que entablan los ciegos de nacimiento respecto de la luz.

¿Qué nos han enseñado los filósofos antiguos y los modernos? Nos han enseñado que un niño es más sabio que ellos, porque este solo piensa en lo que puede conseguir. Hasta ahora la naturaleza de los primeros principios es un secreto del Creador. ¿En qué consiste que los aires arrastren los sonidos? ¿Cómo es que algunos de nuestros miembros obedecen constantemente a nuestra voluntad? ¿Qué mano es la que coloca las ideas en la memoria, las conserva allí como en un registro, y las saca cuando queremos y también cuando no queremos? Nuestra naturaleza, la del universo y la de las plantas están escondidas en un abismo de las tinieblas. El hombre es un ser que obra, que siente y piensa: he aquí todo lo que sabemos, pero ignoramos qué es lo que nos hace pensar, sentir y obrar. La facultad de obrar es tan incomprensible para nosotros como la facultad de pensar. Es menos difícil concebir que el cuerpo de barro tenga sentimientos e ideas que concebir que un ser tenga ideas y sentimientos.

Comparad el alma de Arquímedes con la de un imbécil: ¿son las dos de la misma naturaleza? Si es esencial en ellas el pensar, pensarán siempre con independencia del cuerpo, que no podrá obrar sin ellas; si piensan por su propia naturaleza, ¿será de la misma especie el alma que no puede comprender una regla de aritmética que el alma que midió los cielos? Si los órganos corporales hacen pensar a Arquímedes, ¿por qué un idiota, mejor constituido y más vigoroso que Arquímedes, dirigiendo mejor y desempeñando con más perfección las funciones corporales, no piensa? A esto se contesta que su cerebro no es tan bueno; pero eso es una suposición, porque los que así contestan no lo saben. No se encontró nunca diferencia alguna en los cerebros disecados; y es además verosímil que el cerebro de un tonto se encuentre en mejor estado que el de Arquímedes, que lo usó y lo fatigó prodigiosamente… Deduzcamos, pues, de esto lo que antes dedujimos, que somos ignorantes ante los primeros principios.

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